El casino (Villanueva Lorenzo)


De fondo sonaba una canción del grupo Guinda. Tomaré para olvidar… porque sé que tú jamás volverás… Devuélveme el amor, devuélveme los besos… besos que me robaste con tus mentiras, con tus mentiras…

Me encontraba en una cantina, pensando. Algunos hombres llegaban cansados de salir de la fábrica, otros por penas del alma. Era la mejor manera de seguir felices en la vida.

Acá está, Lulo, tome, son 8 soles, dijo el hombre que atendía y me entregó una cerveza y un vaso. Fue María, estoy seguro. Mi único error fue siempre confiar, y mi debilidad me hizo ciego a su estrategia contra mi banda. Mi gente pasó toda la madrugada despierta antes del atraco. Habíamos planeando robar el casino, lo que nos dejaría dinero para vivir tranquilos por un tiempo. Reuní a las personas indicadas para este trabajo.

Las calles, los robos, las pintas de Los Latinos, las mujeres, la droga – me inspiraban a cometer otra vez un delito. Necesitaba secuaces que fuesen fríos y no cabros, porque no habría marcha atrás cuando se tuviera que disparar.

Maleado acababa de salir de la cárcel, acusado de comercializar droga. Estuvo unos meses. Dentro de las mazmorras había aprendido de sus compañeros presidiarios diversas artimañas para extorsionar a empresarios. También conoció a los líderes de otras bandas, para no chocar con ellos y calculando contactarlos en libertad. Tenía en mente planes de robos organizados con la gente del Callao. Maleado era impulsivo desde niño, actuaba a reacción. Cuando le daban una orden la acataba sin pensar, para no tener ningún remordimiento fumaba pasta básica y así entraba a robar, decidido a todo.

Junto a él estaba Perro, amigo de Maleado. Él estaba enfermo pero vivía así, haciendo daño. Siempre se encontraba callado, tan solo observaba. Le gustaba violar gais de la avenida Arequipa, era su pasatiempo.

También había pensado en María. Sabía que tenía ganas de salir de la pobreza en la que había crecido. Sería ella quien verificaría el casino. En la descripción que dio había dos agentes de seguridad en la puerta, cantidad de personal, cambios de turno. Fue precisa. Dijo también la ubicación exacta de las cámaras de seguridad y dónde se encontraba el dinero.

Al culminar el robo nos ocultaríamos y no saldríamos de nuestras casas.

De inmediato se pensó en el plan A. Entraríamos todos enmascarados con rostros de presidentes, cada uno con una pistola. En el momento del cambio de personal, reduciríamos a los de seguridad y los enmarrocaríamos. Se amenazaría a todos para que cooperen y se les golpearía para que accedan. Si algo fallaba por algún motivo, se pasaría al plan B.

Había mucha gente afuera, como nunca. La seguridad hacía su turno de vigilancia. Antes de entrar me persigné, miré al cielo. Siguieron mi orden. Cada uno sacó su pistola. Maleado tenía la máscara de Fujimori, Perro, la de Alan García, y yo, la de Toledo.

Las personas jugaban adentro, unos ganaban, otros perdían, como en la vida. Apuntamos a los de seguridad y ordené que los llevaran dentro del baño.

¡Agáchense, conchasumare!, ¡que nadie voltee, que nadie voltee!, gritó Maleado apuntando hacia las cabezas de los clientes. La gente obedecía nerviosa, se ubicaban donde les ordenaba.

Alguien nos había traicionado, sonó la alarma. Era el momento de pasar al plan B. Di la orden. Perro comenzó a disparar y llegó donde se encontraba el dinero. Maleado golpeó a un hombre que se pasaba de listo intentando hacer una llamada. Su esposa, nerviosa, le arañó el rostro. La mujer tenía a su hijo en brazos. Perro sacó un cuchillo y se lo clavó varias veces en la cabeza. Maleado recogió al bebé y se lo dio a la madre.

Salimos y nos dirigimos al station wagon con nuestras armas. Mientras dejábamos el lugar, las personas que estaban alrededor gritaban. ¡Se han robado el dinero!¡se llevaron todo!, se escuchaba a una mujer. ¡Se lo llevaron Fujimori, Alan y Toledo!

Perro apuntaba con su arma, la recargó. Sacaba las balas de su casaca.

Bocanegra se encontraba en silencio. Las luces de los postes de la calle estaban apagadas, no se distinguía bien. Esperaron que descendiéramos del auto y lo estacionemos. Salieron a nuestro encuentro.

La patrulla de policía estaba estacionada en la esquina donde nos reuníamos desde pequeños. De repente se escuchó el parlante del carro del oficial Ulloa. ¡Están rodeados! ¡Corre, corre!, gritó Perro. No había salida. Intentamos correr. ¡Quietos ahí!, gritó una voz. Segundos después nos rodearon sus hombres. ¡Quédense quietos, carajo!, gritó un policía apuntándonos. Perro salió del carro y comenzó a disparar. Los policías se separaron para cogernos.

¡Carajo, saca el plomo!, le gritaba Perro a Maleado. Los efectos de la pasta básica habían desaparecido. Intentó una, dos, tres veces.

Hacía frío esa noche, la neblina había cubierto las calles.

¡Dispérsense!, gritaba uno de los hombres en la oscuridad. Habían disparado a Maleado en la pierna y se estaba desangrando. Yo había matado a un policía. Las balas pasaban junto a las cabezas. No paraban de correr.

Perro gritaba desesperado. Su cuerpo estaba en el suelo con disparos en el pecho. Los perros de la calle comenzaron a ladrar y aullar.

Hubo un silencio sepulcral.

Todo se fue a la mierda, pero no el plan C, que era matar a Ulloa.

Encontré a María en el cuarto donde nos escondíamos, desnuda, como si no hubiera pasado nada ese día. ¿Pero qué le podía decir, si ella me hacía sentir lleno en esta vida vacía, y las fotos de sus difuntos parecían salir del altar y pasear en la noche por el cuarto para protegernos?