Cervecería (Walter Benjamin)


Los marineros bajan raramente a tierra; el servicio en alta mar es un permiso dominical comparado con el trabajo en los puertos, donde a menudo hay que cargar y descargar día y noche. Luego, cuando a un grupo le llega el permiso para desembarcar por unas horas, ya ha oscurecido. En el mejor de los casos, la catedral se yergue como una mole oscura camino de la taberna. La cervecería es la llave de cualquier ciudad; saber dónde se puede beber cerveza alemana es, como conocimiento de geografía y etnología, más que suficiente. La taberna de los marineros alemanes despliega el plano nocturno de ’la ciudad: desde ella no es difícil dar con el camino al burdel o a los otros bares. Su nombre suena hace días en las conversaciones a la hora de comer. Pues cuando han dejado atrás un puerto, todos van enarbolando, uno tras otro y como si fueran minúsculos gallardetes, los motes de los locales y salas de baile, de las mujeres guapas y los platos nacionales de la escala siguiente. Pero ‘quién sabe’ si esta vez bajarán a tierra. Por eso, no bien el barco ha efectuado su declaración y echado las amarras, suben a bordo vendedores de recuerdos: collares y postales, cuadros al óleo, cuchillos y estatuillas de mármol. La ciudad no se visita, se compra. En la maleta del marinero cohabitan el cinturón de cuero de Hong Kong, la vista panorámica de Palermo y la foto de una chica de Stettin. Exactamente así es su verdadero hogar: Nada sabe de esa nebulosa lejanía que, para el burgués, encierra mundos desconocidos. Lo primero que se impone en cada ciudad es el servicio a bordo; luego vienen la cerveza alemana, el jabón de afeitar inglés y el tabaco holandés. Tienen presente hasta en la médula la norma internacional de la industria; no son víctimas de las palmeras ni de los icebergs. El marinero ha «engullido» la cercanía y sólo le dicen algo los matices más exactos. Sabe distinguir mejor los países según su forma de preparar el pescado que según la arquitectura o la decoración del paisaje. A tal punto se halla a gusto en el detalle que, en medio del océano, las rutas en las que se cruza con otros barcos (y saluda con señales de sirena a los de su propia compañía) se vuelven para él ruidosas carreteras en las que es preciso ceder el paso. Vive en alta mar en una ciudad donde, en la Cannebiere de Marsella, un bar de Port Said queda casi enfrente de una casa de citas de Hamburgo, y el Castel del Ovo napolitano se encuentra en la Plaza de Cataluña de Barcelona. Entre los oficiales, la ciudad natal aún tiene la primacía. Pero para el grumete o el fogonero, para la gente cuya fuerza, de trabajo transportada está siempre en contacto con la mercancía en el casco del barco, los puertos más distantes ya ni siquiera son una patria, sino, una cuna. Y al escucharlos uno se percata de lo engañoso que es viajar.


Tomado de Dirección única