Sinceridad y poesía (Miguel Gil Castro)


Como cristiano acunado al abrigo de la Teología de la liberación todavía me siento en deuda, mejor dicho: responsable en parte, por quienes desde espacios precarizados, violentos y marginales cometen delitos y comparten conmigo el marco político, económico, social, etc. Por eso cuando me propusieron ser jurado de un concurso literario para jóvenes reclusos, organizado por el Programa Nacional de Centros Juveniles del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, dije que sí encantado. Dije que sí aunque la propuesta requería que trabajase a una velocidad extraordinaria para poder calificar (qué feo verbo) los textos poéticos y narrativos en muy poco tiempo. Dije que sí y no me arrepiento.

No fueron días sencillos. Además de realizar mi trabajo, dictaba un taller de poesía en formato virtual para principiantes y mi mayor reto no era que los jóvenes poetas entendieran los ejemplos o realizaran los ejercicios. Mi mayor reto era lograr que sus versos fueran sinceros. Que sus poemas fueran “reales” como dicen los raperos.

Las madrugadas que dediqué a la lectura de los textos concursantes las disfruté mucho. No da igual dormir ocho horas sabiendo que tus días son idénticos, que dormir cinco o seis sintiendo que tienes un propósito. Esas madrugadas me sirvieron para entender que los jóvenes reclusos no padecían dos males que aquejan a muchos poetas principiantes:

-Vergüenza por mostrarse vulnerables, imperfectos, heridos, desolados. -Vanidad para demostrar al primer intento una obra maestra propia de un genio.

Algunos poetas del taller se esmeraban por mostrarse audaces, encantadores y atrevidos en cada uno de los ejercicios, ocultaban sus heridas y escondían sus voces imitando las de sus ídolos. Desde allí el resultado más probable es un conjunto de poemas aceptables técnicamente, pero huérfanos de duende. Arte que no toca, no agita, no compromete, no emociona, no hiere, no conecta, no te hace sentir acompañado, consolado, comprendido.

Los poemas más potentes de ese taller fueron escritos (lo supe después) casi desde el llanto y eran leídos con temblor en la voz y con miedo a prender la cámara. Esos son los imprescindibles.

Durante semanas sostuve con algo de duda que si bien la técnica (manejo de figuras retóricas, manipular el ritmo del poema, utilizar el espacio de la página, respirar, etc.) se puede aprender y enseñar, abandonar la vanidad y escribir sin que la vergüenza impida una voz sincera es algo que se debe alcanzar por uno mismo. Siguiendo el ejemplo de amigos más experimentados o (si no se tiene la maravillosa fortuna de rodearse de personas que admira) el ejemplo que habita los libros, teniendo presente el consejo de Basho: no seguir las huellas de los maestros, buscar lo que ellos buscaron.

Hoy recordé estos versos de una canción de Manuelcha Prado, que escuché por primera vez en la voz de Margot Palomino: “Venga el pintor y su ideal/venga el poeta marginal/vengan hombres con sus quenas, pensador ven con tus canas” y me pregunté hasta qué punto se puede reconstruir a un país desde sus márgenes. Lo averiguaremos.