Amor y exilio (Isaac B. Singer; fragmento)


Salí a pasear por la calle Franciszkanska y nos pusimos a mirar a mirar los escaparates de las librerías especializadas en libros sagrados. Casi todas se encontraban desiertas. La Torá había dejado de estar de moda. ¿Quién necesitaba tantos comentarios, interpretaciones, exégesis, libros de sermones y de moral? ¿Quién necesitaba explicaciones sobre las interrogantes que le plantearon a Rashi los tosafistas? Además, ya los habían contestado otros autores. Mi padre era plenamente consciente de que sus hijos, Israel Yehoshúa y yo, habían acabado involucrándose en la literatura laica. Mi hermano había publicado varios libros y mi nombre también había aparecido en ocasiones en alguna revista literaria o incluso en el periódico. No obstante, mi padre no hablaba del tema, y creo que ni siquiera se permitía pensar en ello. Según él, todos los libros del pensamiento ilustrado, tanto los escritos en hebrero como en yiddish, constituían un veneno para el alma. Los autores eran una banda de payasos libertinos y sinvergüenzas. ¡Qué oprobio y qué vejación sentía por haber engendrado semejante descendencia! Mi padre culpaba de ello a mi madre, la hija de un misnaguid, un oponente del jasidismo. Ella era quien había plantado en nosotros la semilla de la duda y la apostasía. Solo un consuelo le quedaba a mi padre: que no habíamos crecido ignorantes. Habíamos estudiado la Torá, y cualquiera que haya probado alguna vez el sabor de la Torá, jamás olvidará que Dios existe.


Traducción de Rhoda Henelde Abecassis y Jacob Abecassis